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Logros y desafíos de la educación al inicio del siglo XXI. (Parte III)

Tres áreas problemáticas de los sistemas educativos

Esas tensiones y desajustes se dejan sentir especialmente en algunos puntos clave de los sistemas educativos. Mientras que en determinadas zonas de ellos su efecto es lateral o de menor importancia, en otras tienen unas repercusiones importantes. El análisis de esas áreas problemáticas resulta fundamental para aliviar el malestar diagnosticado y para encarar el futuro, transformando dichas tensiones en agentes de cambio de la educación.

Para llevar a cabo este análisis he identificado tres áreas, en las que creo que se manifiestan más claramente los desafíos que deben afrontar nuestros sistemas educativos en los próximos años. Se trata de áreas que tienen un cierto nivel de generalidad, esto es, que no se limitan a problemas concretos o coyunturales; que afectan a la mayoría de los sistemas educativos y no sólo a algunos de ellos; que son percibidas como problemáticas por diversos agentes educativos; y que se refieren a aspectos sustantivos y no marginales de la actividad educativa. Además, cabe decir que no se trata de áreas completamente disjuntas, puesto que manifiestan ciertos solapamientos y, sobre todo, interacciones evidentes.

a) El carácter y los contenidos de la educación y la formación

La primera de estas tres áreas en cuyo análisis me voy a detener tiene que ver con el carácter y los contenidos de la educación y la formación. Tradicionalmente se ha considerado que los sistemas educativos debían cumplir tres objetivos fundamentales: transmitir una cultura y unos conocimientos a las nuevas generaciones, formar buenos ciudadanos y permitir la inserción laboral de los jóvenes. El logro de estos objetivos estaba ligado a la adquisición de ciertos conocimientos y al desarrollo de ciertas capacidades y actitudes, que servían de base al currículo escolar (o al menos eso se suponía).

Aunque estas expectativas tradicionales continúen manteniendo su vigencia, en las últimas décadas se han ido produciendo una serie de cambios que han generado nuevas necesidades y demandas hacia los sistemas educativos. Por una parte, se han producido transformaciones significativas en la organización de la sociedad y en los comportamientos sociales, algunas de las cuales han incidido notablemente en la desaparición de ciertos modos tradicionales de socialización. Por ejemplo, los cambios en la estructura familiar y la masiva incorporación de las mujeres al mercado laboral han planteado la sustitución de muchas prácticas de socialización primaria por otras de carácter secundario. Por otra parte, se han producido cambios acelerados en las tecnologías de producción, que han incidido notablemente en las expectativas de carrera profesional y de trayectoria laboral, replanteando en consecuencia el carácter y el sentido de la educación inicial y de la formación profesional. La rápida difusión del uso de las tecnologías de la información no constituye sino una pequeña manifestación de ese cambio más general. Así mismo, se han producido cambios en los modos de producción y transmisión del saber y del conocimiento, como consecuencia del rápido desarrollo de la denominada sociedad de la información o del conocimiento (Ranson, 1994).

Como consecuencia de toda esta serie de cambios, aun cuando los tres objetivos fundamentales de los sistemas educativos sigan considerándose los mismos, se han producido algunas transformaciones notables en el modo en que son concebidos. En primer lugar, el énfasis en los contenidos que se deben transmitir se ha ido desplazando hacia las habilidades, las competencias o las capacidades básicas que se deben desarrollar, como han puesto en evidencia la mayor parte de las reformas del currículo emprendidas en los años noventa. Ello ha llevado a poner el énfasis en el aprendizaje frente a la enseñanza, en la construcción del conocimiento frente a su simple transmisión, así como a insistir reiteradamente en la necesidad de “aprender a aprender”.

En segundo lugar, se ha extendido la consideración del aprendizaje como una tarea permanente, que se desarrolla a lo largo de toda la vida, dada la necesidad de adaptarse a una situación de cambio continuo. No otra cosa es lo que manifiesta el término inglés lifelong learning, que ha ido imponiéndose en el panorama internacional. Una muestra significativa de ese renacido interés por la educación permanente, ahora sobre bases más reales y menos voluntaristas que en los años setenta, fue la reunión celebrada por los Ministros de Educación de los países miembros de la OCDE en enero de 1996, que estuvo dedicada específicamente a ese asunto. Su presidente, el ministro australiano Simon Crean, afirmaba que “estamos todos convencidos de la importancia crucial del aprendizaje a lo largo de toda la vida para enriquecer nuestras vidas personales, fomentar el crecimiento económico y mantener la cohesión social (...). Las sociedades de la OCDE han hecho grandes progresos durante los noventa, pero ahora necesitamos encontrar vías más efectivas para ofrecer a todos nuestros ciudadanos tal oportunidad. El objetivo puede ser ambicioso, pero no podemos permitirnos no trabajar hacia él” (OCDE, 1996, 21).

La confluencia de la revisión del carácter de los contenidos de la educación y el nuevo énfasis puesto en el aprendizaje a lo largo de toda la vida ha contribuido a replantear muchos de los supuestos tradicionales de la educación. Desde esa perspectiva de encrucijada, el Informe Delors planteaba que “la educación permanente se basa en cuatro pilares: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos, aprender a ser. (...) Si bien los sistemas educativos formales tienden a privilegiar el acceso al conocimiento, en detrimento de otras formas de aprendizaje, es necesario concebir la educación como un todo. Esta visión debe inspirar y orientar en el futuro las reformas educativas, tanto en la elaboración de nuevos programas como en la definición de las políticas pedagógicas” (Delors, 1996, 105).

Esa serie de cambios en los planteamientos de la educación han contribuido también a poner en entredicho el papel de las disciplinas, haciendo surgir e incluso privilegiando otros modos de organización curricular, basados en la resolución de problemas, la realización de proyectos o el tratamiento de temas de forma transversal a las áreas curriculares o con enfoques interdisciplinares. Edgar Morin reflejaba certeramente hace poco tiempo esa convicción que se extiende en determinados sectores educativos: “Nuestra condición no se aprende en ningún sitio. Las ciencias están demasiado separadas entre sí. Un sociólogo no ve lo que ocurre en el alma individual, y un psicólogo no ve la sociedad. Por tanto, hay que religar las disciplinas, al modo que nos inspiran las grandes novelas. Por otra parte, tenemos que cobrar conciencia de nuestra identidad planetaria” (Morin, 2000). Del mismo modo, se ha sometido a consideración el alcance que deben tener la formación general y la especializada, tanto en las ramas y opciones más académicas, cuanto en las profesionales, y se ha planteado un creciente debate sobre los currículos nacionales, redefiniendo el lugar que en ellos debe ocupar la dimensión regional y local, e incluso la institucional.

En este juego general de nuevas necesidades y expectativas, no cabría hablar de una sensación de malestar si los sistemas educativos fuesen capaces de reaccionar adecuadamente a las exigencias que se les plantean. El problema principal consiste en que su capacidad de respuesta es limitada, y eso es precisamente lo que genera esa sensación de malestar e inquietud de la que venimos hablando.

La capacidad de respuesta de los sistemas educativos está limitada, en buena medida, por el fuerte peso que continúa ejerciendo la tradición. La organización disciplinar, cristalizada a través de largos procesos históricos, continúa teniendo una gran presencia, constituyendo el modo habitual de organización del saber y manifestando fuertes reflejos defensivos que dificultan una organización alternativa. Además, continúa prevaleciendo una imagen social que identifica la cultura con una suma de conocimientos y que considera como inculto a quien no puede exhibirlos, al margen de su pertinencia o significación. Todo ello contribuye notablemente al mantenimiento de los modelos curriculares tradicionales, como lo prueba el difícil camino que han debido recorrer las reformas emprendidas durante la última década, abocándolas muchas veces al fracaso.

Por otra parte, las innovaciones que permitirían dar una mejor respuesta a las nuevas necesidades y expectativas no encuentran paso libre con tanta facilidad como convendría. Por ejemplo, ya he citado que no existe un acuerdo generalizado acerca de las competencias básicas que deberían adquirir los jóvenes, ni la investigación que se lleva a cabo en ese sentido es tan concluyente como nos gustaría, pese a algunos esfuerzos meritorios (Sarramona, 2000). Tampoco parece existir un estímulo social suficiente para la educación permanente, salvados algunos sectores sociales y profesionales especialmente tocados por el cambio tecnológico y productivo, ni está claro qué recursos deben proporcionarse para ello ni quién debe proveerlos (CERI, 1999, 7-26). Otro tanto puede decirse acerca del lugar preciso que deben ocupar las nuevas tecnologías de la información en el ámbito escolar y de la contribución real que pueden realizar a la educación, al margen de las declaraciones grandilocuentes que suelen hacerse al respecto. Y aún menos se han construido nuevos modelos de producción y transmisión del saber, capaces de integrar sus diversos modos y contextos.

Esa insuficiente capacidad de respuesta de los sistemas educativos a las nuevas necesidades y expectativas manifestadas en este ámbito es la responsable de las tensiones experimentadas. Y en última instancia, es precisamente esa tensión la que configura esta área como problemática y sitúa en ella algunos de los principales desafíos que afrontan los sistemas educativos en la actualidad.

b) La contribución de la educación a la cohesión social

La segunda de las áreas problemáticas a la que quiero hacer referencia tiene que ver con la contribución que la educación puede realizar para el logro de la cohesión social. En este sentido, es necesario señalar que, ya desde su origen a comienzos del siglo XIX, los sistemas educativos fueron concebidos como instrumentos al servicio de los procesos de construcción nacional, aun cuando su contribución fuese muy diferente en cada caso concreto (Gómez Rodríguez de Castro y otros, 1988). Desde entonces, cada vez que se han producido convulsiones sociales de diverso tipo, se ha reclamado el papel que debía desempeñar la educación para encauzarlas o resolverlas, en ocasiones con convicción y a veces de manera puramente retórica.

En términos generales, puede decirse que las sociedades occidentales desarrolladas han disfrutado desde los años cincuenta de una situación social relativamente benévola, aun cuando esa afirmación no pueda generalizarse, si se observa lo que sucede en otras regiones del mundo. Sin embargo, incluso aquellos países que han experimentado menos tensiones sociales se enfrentan en la actualidad a una situación cada vez más problemática. Por una parte, existe un riesgo creciente de aumento de la polarización social, por efecto de las políticas económicas neoliberales, que han hecho crecer en algunos países la proporción de población que vive por debajo del umbral de la pobreza, al tiempo que han aumentado los niveles de riqueza de una minoría social. Por otra parte, nuestras sociedades acomodadas experimentan un fuerte crecimiento de la inmigración, tanto legal como ilegal, que incide en la configuración de nuevas sociedades multiculturales. También están apareciendo algunas nuevas amenazas a la equidad, como las que derivan del uso diferencial que los distintos grupos sociales hacen de las tecnologías avanzadas, circunstancia que provoca un riesgo inédito de exclusión para ciertos colectivos.

En estas nuevas circunstancias, son cada vez más las voces que reclaman que la educación actúe como un instrumento al servicio de la cohesión social amenazada. Así, por ejemplo, el Informe Delors plantea que “en todas partes del mundo, la educación, bajo formas diversas, tiene por misión tejer entre los individuos lazos sociales a partir de referencias comunes. Los medios empleados se adaptan a la diversidad de culturas y de circunstancias pero, en todos los casos, la educación tiene por meta esencial el desarrollo del individuo en su dimensión social. Así, se define como vehículo de culturas y de valores, como construcción de un espacio de socialización y como crisol de un proyecto común” (Delors, 1996, 51). Es esta demanda la que subyace bajo la creciente exigencia de que las instituciones educativas proporcionen a sus alumnos una educación para la paz, así como una educación sexual, vial, intercultural o para la igualdad entre los sexos. Aun cuando se trata de fines todos ellos loables, y que sin duda deben figurar en un currículo moderno, la consecuencia es una mayor demanda de lo que Juan Carlos Tedesco denomina una “escuela total” (Tedesco, 1995, 115-136).

Pero esta demanda contribuye a generar unas expectativas que pueden resultar incluso excesivas y que no es seguro que los sistemas educativos puedan atender debidamente. Como reconoce el propio Informe Delors, “los sistemas educativos se encuentran sometidos a un conjunto de tensiones, en la medida en que tratan de respetar la diversidad de los individuos y los grupos humanos, manteniendo al mismo tiempo el principio de homogeneidad que implica la necesidad de observar reglas comunes. La educación debe, pues, hacer frente a desafíos considerables y se encuentra encerrada en una contradicción casi insuperable: si bien se le acusa de estar en el origen de exclusiones múltiples y de agravar los desgarros del tejido social, se la reclama para restaurar algunas de esas ‘similitudes esenciales de la vida cotidiana’, de las que hablaba Durkheim a comienzos de siglo” (Delors, 1996, 51-52).

Como ocurría en el caso anterior, tampoco los sistemas educativos son siempre capaces de dar una respuesta suficientemente ágil y adecuada a estas expectativas. La confirmación de tal incapacidad la encontramos, por ejemplo, en las tensiones que se manifiestan en el ámbito de la educación intercultural, en el que se plantean problemas no sólo prácticos, sino también conceptuales; en el ámbito del respeto a la equidad, donde aparece una contradicción casi insalvable entre los procesos de construcción de la excelencia y el mantenimiento de la igualdad (Perrenoud, 1995); o en el ámbito de los valores que deben regir la educación, donde se plantea la paradoja de que el Estado, al organizar la educación y dictar sus contenidos en un contexto de multiplicidad de escalas de valores, desempeña de hecho un monopolio educativo para el que su neutralidad ideológica le incapacita (Sotelo, 2000). En consecuencia, también aquí se manifiestan una serie importante de tensiones, que configuran a esta área como problemática y plantean nuevos desafíos a los sistemas educativos.

c) El logro de una educación de calidad para todos

La tercera área que se configura como crítica para el futuro de los sistemas educativos y que merece la pena analizar aquí corresponde al logro de una educación y una formación de calidad para todos. Este es un nuevo desafío, que se ha planteado con fuerza creciente en la última década y que inspiró la celebración de una reunión de Ministros de Educación de los países de la OCDE en 1990, dedicada monográficamente a ese asunto (OCDE, 1992).

Echando la mirada hacia atrás, puede decirse que en los sistemas educativos tradicionales la oferta considerada de mayor calidad solía ir acompañada de un fenómeno de selección, puesto que los niveles educativos superiores, más complejos y exigentes, estaban reservados para una minoría. Sin embargo, esa situación cambiaría a partir de las décadas de los cincuenta y los sesenta, dependiendo de los países y las regiones mundiales. En esos años se inició un proceso de expansión educativa, que provocaría el desarrollo del concepto de democratización de la educación y la aparición de una enseñanza de masas. La propia expansión registrada, con la demanda que provocó, cambiaría las condiciones de la oferta educativa en varios sentidos. Por una parte, obligaría a diseñar nuevos modelos y métodos para adaptar el sistema tradicional a esa orientación de masas. Por otra parte, provocaría una elevación paulatina del nivel terminal intermedio del sistema educativo, considerando a la educación secundaria, primero la inferior y luego la superior, como una etapa terminal y no sólo preparatoria para estudios superiores. Por último, implicaría un retraso progresivo en el momento de la selección de los estudiantes y una revisión de sus mecanismos.

Esa lógica de expansión educativa sería la predominante durante bastantes años, aunque ya a finales de los sesenta algunas voces alertasen acerca de la imposibilidad de mantenerla a largo plazo (Coombs, 1968). Pero a partir de la crisis económica de los setenta, y sobre todo en los ochenta y los noventa, la situación fue cambiando y el énfasis puesto en la expansión se fue desplazando hacia la mejora de la calidad. En ese desplazamiento influyeron diversos factores, tales como la creciente globalización y la competencia económica internacional, la nueva revalorización de las tesis del capital humano, ahora sobre bases más sólidas que en los años setenta, los debates mantenidos acerca de la adecuación de los niveles educativos, a los que ya hice mención, el crecimiento de las clases medias y el interés que éstas pusieron en la transmisión de un capital cultural a sus descendientes, o el desarrollo de la nueva sociedad de la información y del conocimiento.

La principal consecuencia de la situación creada como efecto de estas transformaciones ha sido precisamente la demanda generalizada de una mejora de la calidad de la educación. La novedad consiste en que ahora no se considera suficiente con ofrecer una educación de calidad para una minoría, como había sido el caso tradicional, sino que esa mejora debería llegar a todos los que ya han ido accediendo a los diversos niveles educativos. Como afirmaban los ministros de la OCDE en el comunicado final de su reunión, “sin asegurar que todos los jóvenes alcanzan una buena base de conocimientos y habilidades avanzados, combinada con las ganas y la capacidad de seguir aprendiendo, fracasarán cualesquiera otras metas de la educación y la formación. La calidad y la relevancia de la formación inicial son, pues, cruciales y deben tender a proporcionar una enseñanza adaptada a las necesidades de todos los estudiantes, tanto los bien dotados como los desfavorecidos, en un clima de altas expectativas, aplicación y aprendizaje cooperativo” (OCDE, 1992, 33).

En efecto, el logro de una educación de calidad para todos es ahora considerado un elemento fundamental para el desarrollo económico y social, tanto como para el bienestar individual. Dado que el nivel educativo alcanzado por una población es considerado un indicador fiable del capital humano, y que éste último se relaciona directamente con la competitividad económica y productiva, no debe extrañar esta insistencia por parte de muy diversos agentes sociales. Y ello sin olvidar la dimensión ética que encierra dicha opción, que hace afirmar a Tedesco que “la demanda de calidad para todos, basada en el supuesto según el cual todos los seres humanos son capaces de aprender, constituye la alternativa socialmente más legítima” (Tedesco, 1995, 73). Desde este punto de vista, esa exigencia de calidad para todos tiene varias implicaciones: obliga a combinar la calidad con la equidad, exige asegurar una atención efectiva a la diversidad en condiciones de igualdad, y demanda la provisión de los recursos necesarios (no solamente económicos) para permitir la mejora efectiva de la calidad.

El problema radica nuevamente en que no siempre los sistemas educativos se encuentran en las mejores condiciones posibles para dar una respuesta adecuada a esas demandas y exigencias. En primer lugar, la combinación de la excelencia con la equidad no resulta sencilla y en muchas ocasiones la demanda de calidad se orienta en la primera dirección a expensas de la segunda. Así, por ejemplo, las políticas de libre elección de centro y de estímulo de la competencia entre éstos no siempre han dado como resultado una mejora real de la calidad del conjunto y en cambio han acentuado las fracturas internas en los sistemas educativos, como han puesto de relieve algunos estudios recientes (Fuller y Elmore, 1996; House, 1998). En segundo lugar, la atención a la diversidad es un principio aceptado en teoría, pero que se traduce muchas veces en una oferta diversificada de diferente calidad, dada la dificultad y la complejidad que entraña la gestión de dicho principio en la práctica. En tercer lugar, nos encontramos en una situación contradictoria, en que la dotación de los recursos necesarios para permitir la mejora entra a menudo en conflicto con las políticas presupuestarias de contención del gasto público. En consecuencia, esa mejora de la calidad debe realizarse reforzando la eficiencia de los sistemas educativos, lo que no siempre resulta posible dentro de los márgenes actuales.

Por lo tanto, también en esta tercera área se aprecia esa tensión existente entre la aparición de unas nuevas necesidades y demandas, el aumento de las expectativas depositadas en la educación y las dificultades que encuentran nuestros sistemas educativos para darles respuesta. Esa tensión alimenta el malestar educativo general al que antes hacía referencia y plantea desafíos urgentes para los próximos años.
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