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Antiguo niño moderno.

Pensar sobre el sentido de la infancia, hoy, impone transitar su construcción en la modernidad. Podemos caracterizar la modernidad como el proceso creciente, iniciado en el siglo XVII y aun antes, de racionalización de las ciencias y de las sociedades, que coincidirá, y no por azar, con la expansión capitalista e industrial propia del siglo XVIII. Al considerar la naturaleza en tanto imprevisible, se creía en la razón como método de control de lo que asusta y angustia a los sujetos y como marco de experimentación.

Giorgio Agamben (Infancia e historia) considera que la concepción del tiempo de la edad moderna es una laicización del tiempo cristiano rectilíneo, teleológico y en este sentido irreversible. La concepción moderna del tiempo le ha quitado a la concepción cristiana la idea de un fin, la salvación, y la ha vaciado de cualquier otro sentido que no sea el de un proceso estructurado conforme al antes y después. Agrega Agamben que esta representación del tiempo como homogéneo, rectilíneo y vacío surge de la experiencia del trabajo industrial. Desde el modelo proveniente de la mecánica moderna y de las ciencias naturales, se incorpora la idea de tiempo como progreso, desarrollo y evolución, que orienta la mirada hacia un proceso cronológico continuo.

Este tiempo cronológico cuantificable como una línea imaginaria que debía ser recorrida era inherente a la noción de infancia. De ahí el intento de considerar “objetivamente” al niño, tratando de captarlo en su permanencia y en su esencia. La razón no era sólo utilizada como método, sino que de ella se obtenía el conocimiento, con certezas y definiciones. La idea de infancia quedó así sometida al concepto de progreso, y de este modo se renunció a considerar el tiempo vivido, subjetivo, en beneficio del conocimiento científico. Por lo tanto, prevalece la continuidad histórica objetiva y si los mitos toman primacía, es ahora para puntualizar un origen: el necesario para la aplicación del método de la razón. Se trata de darle un origen temporal a la causalidad de los hechos y a la medición de las capacidades del infante.

En la segunda mitad del siglo XIX, los factores económico-sociales, el ascenso de la burguesía, la consolidación del Estado y el desarrollo de políticas sociales propician que se instale la educación del ciudadano a través de la institución escolar. Esto produce un cambio sustancial en relación con la visión de la infancia: se constituye en la etapa de la vida óptima para la formación del ciudadano.

Una idea de tiempo lineal, evolutivo y predictible permite concebir la infancia como etapa en la que se educa para un tiempo futuro. Podemos imaginar, siguiendo a María L. Pelento (“La educación como efecto visible de las vicisitudes, contradicciones y malestares de la cultura”, conferencia en Montevideo, Uruguay, 1998), que el enunciado desde la perspectiva de un niño podría ser éste: “Cuando sea grande seré como mi padre o maestro, pero sabré más que ellos, porque el mundo progresa, evoluciona”.

El nuevo estatuto del tiempo concebido a través de la institución escolar como organizador social incide en la posición de la infancia como primer escalón para forjar un futuro ciudadano productivo. Este proyecto es acompañado por una disciplina severa: se esperaba un niño quieto y el castigo era empleado para tal fin.

A fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, la infancia fue objeto de interés de la medicina, lo que hace a la disminución de la mortalidad infantil. El cuidado del cuerpo del niño se contraponía a las severas medidas disciplinarias a las que se lo sometía y que transformaban el cuerpo en un objeto. En medio de esta concepción, en la que se cruzan el proyecto de una sociedad industrial y el cuidado del cuerpo, surgió desde la pedagogía un movimiento de resistencia. Entre otros, María Montessori, en 1907, en Italia, diseñó un método cuyo énfasis estaba puesto en el niño. La inclusión de sus intereses en el método para formarlo enriqueció el concepto de infancia. El cuerpo libidinizado y su desarrollo sensoriomotor ocuparon un lugar importante; fue el tiempo de los juguetes denominados didácticos, a través de los cuales se perseguía el contacto con el niño y su estimulación. Sin duda, esto marcó un cambio: la infancia comenzó a ser comprendida como movediza. Al mismo tiempo, Freud y Ferenczi comenzaban a pensar las condiciones necesarias del desarrollo psíquico, dándole un lugar libidinal a la infancia.

Podríamos resumir lo planteado hasta aquí apelando a la siguiente cita: “El telos de la modernidad es el progreso continuo y normativizado como evolución. Surge la infancia como el origen de las características del adulto racional. Desde el nacimiento se uniforma la trayectoria de la vida imponiéndole una dirección/finalidad, secuencia de etapas según la dimensión cronológica” (L. de Castro, Infancia y adolescencia en la cultura del consumo, 2001).

En la primera mitad del siglo XX, al desarrollo de la infancia se le aplica la lógica deductiva, elevada a la categoría de trayectorias de la vida humana y universal que son explicadas por la psicología del desarrollo. La idea de niño normal se funda en la posibilidad de reducir las idiosincrasias individuales y culturales a determinados denominadores comunes, considerados criterios o normas características de la edad. Se minimizan las diferencias entre los sujetos y se maximizan las semejanzas. Aquellos por naturaleza “débiles” e “indolentes”, los niños “problema”, debían ser detectados y separados, medida preventiva de la influencia negativa sobre los otros.

Lo normativizado para el niño se expresaba mediante frases como “ya llegó”, “ya consiguió”, “todavía no consigue”, “no lo hace o no lo puede hacer”. La infancia podía ser explicada universalmente según parámetros objetivos y neutros. Es esta idea de universalidad la que desubjetiviza las infancias, del mismo modo en que lo que no podía ser medido, los procesos subjetivos infantiles, fueron desechados. La infancia “normal” suprime el carácter fluido, sorpresivo, contradictorio y revoltoso de la vida infantil.

Esta representación del niño se imbrica con la demanda políticoinstitucional de escolarización propia de la modernidad y tomó forma en las políticas sociales y educacionales, con sus ideales de bienestar, atención y orientación de las familias, corrigiendo desvíos. En el imaginario social se “naturaliza” un ambiente ideal para vivir y criar a los niños.

Además la psicología científica, racional y ordenada tuvo un papel preponderante en el descubrimiento de la primera infancia, y se privilegió el primer año de vida, que tomó relevancia a partir de la consideración de los cuidados físicos y psicológicos del bebé.

Hasta los años 60 del siglo XX, el énfasis estuvo puesto en las influencias ambientales; el niño era considerado un ser pasivo, sujeto y efecto de su ambiente. En la década del 70 hubo un cambio: el niño pasó a ser tratado como competente, con disposiciones, en una posición activa y de reciprocidad para establecer relación con el adulto. Desde bebé ejercía influencias sobre sus cuidadores, precoz en la comprensión de las emociones y sentimientos del otro. La representación de la infancia viró al punto de que el niño fue considerado capaz de actividad racional, intencional y planeada, tanto en la vida familiar como en los ámbitos de juego y placer. Además, el desarrollo de la “razón” introduce la computadora en la educación, como instrumento de “aceleración” y “estimulación” del desarrollo cognitivo.



Fragmento de “Una aproximación a la historia de las infancias”, incluido en Niños del psicoanálisis, editado por la Asociación Escuela Argentina de Psicoterapia para Graduados (comp. Ada Rosmaryn).

Página/12
30/03/2008

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