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Corazón disléxico, de Luis Emilio Guzmán

Según dicta la genética literaria, cada nuevo escritor (o cada nueva obra) genera una pléyade de antepasados y parientes vivos cuya extensión es inversamente proporcional a la calidad del recién llegado. En el árbol genealógico de “Corazón disléxico”, primera novela del periodista Luis Emilio Guzmán, podemos vislumbrar desde el nihilismo descriptivo de Bret Easton Ellis hasta las ansias de redención de Jay McInerney, pasando por Alberto Fuguet, por supuesto. Los apellidos, eso sí, no garantizan nada.

“Corazón disléxico” parece una “novela de formación tardía”, pues su tema es el ingreso a la edad de la razón -los treinta años- de tres amigos, ex alumnos de algún colegio privado y mixto de nuestra neurótica capital, quienes -en vísperas de una ambivalente celebración de ex compañeros, a diez años de egresar de la secundaria- enfrentan naturales líos amorosos y/o sexuales.
Guzmán escribe con aparente soltura y ocasional ingenio, excesivas acciones de enlace -como levantarse de una mesa para ir a la cocina-, una dislexia de veras perversa (“así evito que alguno de esos estúpidos snobs la corten con andarle tirando los tejos a mi chica”) y abundantes faltas ortográficas (también el cerebro del editor, si lo hubo, parece disléxico), a ratos genuinas y sabrosas de puro insólitas, y muchas veces -imaginamos- causadas por un computador al que se le ha atribuido capacidad de discernimiento.

Más ingenuo que el Fuguet de “Mala onda” y menos original que J. Alicia Ruhe (la anglolatina autora de “Casa de las muchachas”), Guzmán comparte con ambos el resabido escenario de un Santiago más o menos publicitario, donde contemporáneos muchachos de clase media-alta deambulan zarandeados entre los amigos, los polvos tirables y aspirables, y una moderadamente tortuosa relación con padres débiles, tiránicos o ausentes.

Aunque el autor pone en juego disyuntivas tan universales como la vacilación antes de consolidar una relación de pareja (con apabullante obviedad, Luca se boicotea mediante el alcohol, la cocaína o ramerillas danzantes), cuando acierta está más cerca de la comedia urbano-costumbrista que de una recreación literariamente poderosa de ese vértigo en que uno deja de ser joven para convertirse en otra cosa. En esos cambios de piel el dolor suele ser sincero, pero narrarlos con gracia exige armas más oblicuas que la cámara con que Luca se filma a sí mismo.

¿Debería Guzmán ejecutar un piquero fatal en las trajinadas aguas del Mapocho? Ni pensarlo, pero sí podría leer el volumen de autoayuda “Cómo usar la preposición correcta y hablar de amor sin aburrir en el intento”.


Tal maduración, experimentada en peripecias traumáticas, ocurrirá tras la muerte anunciada de la distinguida mamá de Esteban, el patético intento de Jorge por emparejarse con una atractiva taxista (tal vez éste sea el único drama realmente literario del libro) y, por último, el descubrimiento de un amor del bueno por parte del protagonista, Luca Mujica, un joven fotógrafo inmerso en predecibles caldos de cabeza de índole existencial-sentimental, los que, contados por él mismo, suenan peligrosamente insípidos.


14/10/2003

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