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Juzgar la normalidad, no la anormalidad. Políticas y falta de políticas en relación a las diferencias en educación. (parte V)

Soy de la idea que la cuestión de la integración debería plantearse en otros términos y no, simplemente, como respuesta única a la exclusión más obvia, más directa. Está claro que el mismo sistema político, cultural, educativo, etc., que produce la exclusión no puede tener la pretensión de instalar impunemente el argumento un sistema radicalmente diferente –llámase integración, inclusión, o como bien se llame-.
Carlos Skliar | 1/12/2005
5. Exclusión social versus integración escolar: ¿Es ésta, por acaso, una fórmula válida?

Soy de la idea que la cuestión de la integración debería plantearse en otros términos y no, simplemente, como respuesta única a la exclusión más obvia, más directa.

Está claro que el mismo sistema político, cultural, educativo, etc., que produce la exclusión no puede tener la pretensión de instalar impunemente el argumento un sistema radicalmente diferente –llámase integración, inclusión, o como bien se llame-.

A no ser que aquí la inclusión sea, como decía Foucault (2000), un mecanismo de control poblacional y/o individual: el sistema que ejercía su poder excluyendo, que se ha vuelto ahora miope a lo que ocurre allí afuera –y que ya no puede controlar con tanta eficacia- se propone hacerlo por medio de la inclusión o, para mejor decirlo, mediante la ficción y la promesa integradora.

Al tratarse de un mismo sistema –reitero: político, cultural, jurídico, pedagógico- los procesos de exclusión e inclusión acaban por ser muy parecidos entre sí, siendo entonces la inclusión un mecanismo de control que no es la contra-cara de la exclusión sino que lo substituye.

La inclusión puede pensarse, entonces, como un primer paso necesario para la regulación y el control de la alteridad.

Por ello es que notamos, sobre todo, la presencia reiterada de una inclusión excluyente: se crea la ilusión de un territorio inclusivo y es en esa espacialidad donde vuelve a ejercerse la expulsión de todo lo otro, de todo otro pensado y producido como ambigüo y anormal.

La inclusión, así, no es más que una forma solapada, a veces sutil, aunque siempre trágica, de una relación de colonialidad con la alteridad.

Y es relación de colonialidad pues se continúa ejerciendo el poder de una lógica bipolar dentro de la cual todo lo otro es forzado a existir y subsistir.

Al tratarse de dos únicas posibilidades de localización del otro –que en verdad, como mencioné, acaba por ser sólo un lugar- no hay sino la perversión del orden y el ejercicio de una ley estéril que persigue únicamente la congruencia.

Llamo perversión a la delimitación, sujeción y fijación espacial y temporal del otro en esa lógica.

La consecuencia de esta lógica perversa es que parece que sólo podemos entrar en relación con el otro de una forma fetichista, objetualizando al otro o bien en términos de racismo –que es una de las modalidades más conocidas del diferencialismo- o bien en términos de tolerancia, de respeto, etc.

Y acabamos reduciendo toda alteridad a una alteridad próxima, a algo que tiene que ser obligatoriamente parecido a nosotros, o al menos previsible, pensable, asimilable.

Así es que hacemos del otro un simulacro, un espectro, una cruel imitación de una no menos cruel identidad “normal”.

Por ello creo que el binomio exclusión/inclusión no nos deja respirar, no nos permite vivir la experiencia de intentar ser diferentes de aquello que ya somos, de vivir la diferencia como destino y no como tragedia, ya no como aquello que nos lleva a la desaparición de todo otro que puede ser, como decían Baudrillard y Guillaume (2000) radicalmente diferente de nosotros.

De algún modo en lo que estoy pensando es que el problema de la diferencia y la alteridad es un problema que no se somete al arbitrio de la división entre escuela común y escuela especial: es una cuestión de la educación en su conjunto; esto es: o se entiende la educación como una experiencia de conversación con los otros y de los otros entre sí, o bien se acaba por normalizar y hacer rehén todo lo otro en términos de un “nosotros” y de un “yo” educativo tan improbable cuanto ficticio.

Y no estoy sugiriendo algo así como una pedagogía del diálogo, de la armonía, de la empatía, del idilio con el otro.

Más bien pienso en una conversación que, como dice Jorge Larrosa (2002), sirva para mantener las diferencias, no para asimilarlas.
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