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Sobre la educación en Occidente y el método: Un análisis de la cultura en el aprendizaje (Parte I)

Sólo teniendo como guía a la razón el hombre podrá dar respuesta a las dificultades y problemas que lo aquejan sin la necesidad de apelar a tutores, entendidos estos últimos como una especie de orientadores en la vida espiritual, pero no tanto legal de los hombres.

El mundo Occidental se encuentra sostenido a través de ciertos argumentos. Los más importantes (pero no los únicos, evidentemente) son la política (politikós, relativo al gobierno o a la ciudad; deriv. de polys, ciudad[1]), la economía (gr. oíkonomía; deriv. de oíkos, casa y nemo, distribuir, administrar[2]) y la cultura (lat. Cólere, cultivar[3]), esta última en una connotación de educación. Dichos tópicos se encuentran en la base de las sociedades no sólo actuales, sino de aquellas que existieron en el pasado. De aquellas que en su momento tuvieron su origen, cúspide y declive. En este sentido podríamos hacer un cuestionamiento acerca de la relación de dichos términos.

En el ámbito social, específicamente desde la postura de la Filosofía, el uso de las palabras conlleva su análisis. Es bajo esta última perspectiva que nos atrevemos a cuestionar “el alcance” de las tres palabras arriba mencionadas. Si sólo nos quedásemos con la definición que nos ofreciera un diccionario, una enciclopedia o el uso común lo que en realidad estaríamos haciendo es limitar no sólo el análisis conceptual, por el contrario, dejaríamos en segundo término el uso concreto en situaciones concretas. Por ejemplo, la palabra política no sólo remite a gobernar un cierto número de personas bajo una sola jurisdicción. Bastaría reconocer que los elementos de las sociedades, independientemente del tiempo y del lugar desde el cuál se hable son sumamente diferentes entre sí. Los intereses de los particulares difícilmente coincidirán armoniosamente con el interés general, por lo que la definición de la palabra no sólo implica lo anteriormente comentado (la gobernabilidad), sino que implicaría reconocer las diferencias existentes incluso entre particulares.

Saber cómo normalizar las actividades en un ambiente que presenta puntos de vista diversos ya es de por sí tarea laboriosa en la que actúa la cultura vía la educación. Pero incluso es más la laboriosa la función de aplicar dicha normatividad para, finalmente, saber en qué lugar colocar a unas personas y en qué otro a otras. La democracia es esto: no sólo el gobierno de la mayoría (que cuando menos en teoría serían los que se encuentran por el mejor camino para solucionar las dificultades existentes), antes bien, implica el reconocimiento de la diversidad en opiniones frente a las mismas problemáticas. Los debates de la política actual son, en realidad, el resultado de la cultura y de la educación que tienen como único fin asegurar la elección de los mejores dirigentes políticos, cuando menos en teoría.

De igual forma, la administración de los recursos que una sociedad (economía) sólo se llevará a cabo teniendo como base una estabilidad social a la que se accedería sólo si existe, lógicamente, una estabilidad política. En ambos factores interviene el tercer término que mencionamos en el primer párrafo. A pesar de esta visión un tanto optimista de la realidad es fácil observar ciertas dificultades en un ambiente práctico.

No todas las personas se pueden dedicar a las mismas actividades (no tratamos de dar a entender que existan personas que no se encuentren aptos para cierta actividad, por el contrario, resaltamos el hecho de que no todos los individuos aspirar a los mismos medios por los cuáles accederían a un mismo fin, como lo serían la felicidad o la realización plena), por lo que es necesario hacer diferencias en lo político y en lo administrativo.

Platón, en La República, vía Sócrates, argumentaba lo anterior con la mentira soberana, la cual consistía en declarar que los hombres nacen desiguales: algunos nacen siendo de oro, otros de plata y los hay que nacen con un interior de bronce. Los primeros se dedicarán a gobernar, los segundos a proteger a la ciudad y, finalmente, los últimos deben de dedicarse a las cuestiones artesanales y del campo.

La educación implica un doble juego en este sentido: por un lado enseñar a las personas las diferencias marcadas no sólo en cuanto a estatuto social se refiere, sino en cuanto a actividad cotidiana se marque; y, en segundo lugar, mostrar a los ciudadanos la opción de “subir o bajar” escalones en dicha escala social sólo por esfuerzo y voluntad propios. Como dato curioso Sócrates hace de los magistrados, las personas educadas para dirigir al Estado, el sector más pequeño de la sociedad: todo estado, organizado naturalmente, debe su prudencia a la ciencia que reside en la más pequeña parte de él mismo; es decir, en aquellos que están a la cabeza y que mandan.[4]

Es evidente que no todos los ciudadanos vivirían para el bien común del estado, como incluso en nuestros días sucede. No todos los partícipes se formarían educados en la virtud (entendida, en el sentido clásico griego, como “hacer únicamente lo que me corresponde, pero cada vez mejor), por el contrario, también existirían aquellos que con sus actos sólo actuarían de acuerdo a intereses que nada tienen que ver con el bien común.

En efecto, si es imposible que el Estado cuente entre sus miembros sólo hombres de bien, y si cada cual debe, sin embargo, llenar escrupulosamente las funciones que le han sido confiadas, lo cual supone siempre alguna virtud, como es no menos imposible que todos los ciudadanos obren idénticamente, desde este momento es preciso confesar que no puede existir identidad entre la virtud política y la virtud privada.[5]

En esta misma vertiente, y a pesar de las diferencias que podrían encontrarse entre los miembros de las distintas sociedades, Aristóteles marca que es a través de la educación, del buen manejo y de la óptima administración de un Estado la forma por la que al fin se reconocerá que existe un bien en común a todos los diversos elementos que se mostrarían interesados en vivir en sociedad, teniendo como resultado el avance del mismo:

Es claro, por tanto, que todas las asociaciones tienden a un bien de cierta especie, y que el más importante de todos los bienes debe ser el objeto de las más importantes de las asociaciones, de aquella que encierra todas las demás, y a la cual se llama precisamente Estado y asociación política.[6]

La cultura aparecería únicamente donde existe, y lo hemos tratado de recalcar, una base política y económica firmes. Pensemos en otro momento de la historia: la Ilustración. Conocido es el argumento que gira en torno a uno de los más grandes movimientos sociales: la educación. Llevar a todos los hombres la información sobre las ramas conocidas hasta mediados del s. XVIII fue la idea de los llamados “Enciclopedistas”.

Se trata, en suma, de un cambio intelectual vía la educación. Dicho cambio rescata algunos postulados de los movimientos sociales, sobre todo filosóficos, anteriores por su apuesta en la razón como el único fundamento por el cual el hombre alcanzaría el tan anhelado estado de bienestar que desde siempre ha deseado obtener y que a su vez sería la realización plena de su ser, esto a través de la transmisión de conocimientos (educación no sólo escolar, sino laboral). Esta postura en realidad ya había tenido eco en otro autor siglos antes, Descartes, quién nos comenta lo siguiente:

El sentido común es la cosa mejor repartida en el mundo; pues cada uno piensa estar tan bien provisto de él que aun en aquellos que son más difíciles de contentar con todo lo demás, creen que tienen bastante y, por consiguiente, no desean aumentarlo. [...] el poder de juzgar rectamente, distinguiendo lo verdadero de lo falso, poder llamado por lo general buen sentido, sentido común o razón, es igual por naturaleza en todos los hombres [...] [7]

La Ilustración es, entonces, la continuidad de un proyecto occidental que venía gestándose siglos atrás, por lo cual podemos deducir que no se trata de una reforma social improvisada o marcada solamente por los cambios sociales que, en muchos casos, fueron conocidos por la violencia física, antes bien, se trata de una reforma en los ámbitos que hemos marcado anteriormente: político, económico y, claro, cultural (de educación). En este sentido consideramos todos estos cambios sociales como sumamente relevantes, por este motivo nos resulta imprescindible su trato. Dicho movimiento europeo fue analizado en su momento por varios intelectuales. Uno de ellos es Immanuel Kant.

[...] consiste en el hecho por el cual el hombre sale de la minoría de edad. Él mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad, cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro.[8]

Esto significa que sólo teniendo como guía a la razón el hombre podrá dar respuesta a las dificultades y problemas que lo aquejan sin la necesidad de apelar a tutores, entendidos estos últimos como una especie de orientadores en la vida espiritual, pero no tanto legal de los hombres. Es más que obvio la aparición de dificultades provenientes por la desobediencia, en el ámbito jurídico, hacia las normas establecidas en una sociedad. Un único señor dice en el mundo: ¡razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis, pero obedeced! [9]

Se trata, en suma, de lograr que los componentes de las sociedades, los ciudadanos, puedan acceder a una calidad de vida originada por la razón y la educación (en este punto ya ha quedado claro que se entiende educación como la transmisión, sin restricción, de todo el conocimiento generado en la época a todas las personas que se pudiera sin excepción) garantizada por el Estado, al tiempo que este tipo de vida no choque con los intereses de los particulares, pues la racionalidad es la garantía para entablar una comunicación eficaz para con los demás individuos y, de esa forma, ser apreciables los diversos puntos de vista sobre un tema y sobre su posterior legislación, cosa de la que adolecemos hoy en día precisamente por falta de educación.

Aunque también sería conveniente analizar que en nuestros días este término, educación, se encuentra inmerso, cuando menos, en dos vertientes: por un lado se entiende como educación el cúmulo de datos, de conocimientos, de estadísticas (a este estado lo llamaremos informativo); pero por otro lado se encuentra la postura de considerar a la educación como la forma en la cual interactuamos con “el otro”; a esta segunda vertiente la consideraremos bajo el adjetivo de formativa. Pensemos un poco. La educación que recibimos en las instituciones educativas (sin importar el grado) se encuentra orientada, en la mayoría de los casos –no en su totalidad, y es importante este punto, pero sí en su mayoría– en el primer nivel, el informativo, y difícilmente se accede al nivel formativo.

 

Referencias

[1] DICCIONARIO ACADEMIA ENCICLOPÉDICO, Fernández Editores, México, 1994, p. 427.

[2] Ibidem, p. 167.

[3] Ibidem, p. 139.

[4] PLATÓN, La República, UNAM, México, 1987, p. 161.

[5] ARISTOTELES, La Política, Editorial Espasa-Calpe, México, 1990, p.  p. 81.

[6] Ibidem, p. 21.

[7] DESCARTES, RENÉ, Discurso del método, Editorial Porrúa, México, 2006, p. 9.

[8] KANT, IMMANUEL, Filosofía de la historia, Caronte Filosofía, Argentina, 2008, p. 33.

[9] Filosofía de la historia, p. 34.

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